“El día que mi madre se vacune, todo habrá valido la pena”
Un testimonio de quien enfrenta la COVID-19 en la primera línea de atención.
Subdirector Ipress Barranco EsSalud Red.
Recibir la vacuna ahora mismo significa poco para mí. Por supuesto que es emocionante ver que colegas, que enfrentan mucho riesgo, tienen prioridad y están siendo inmunizados, pero cuando llegue mi turno ese pinchazo no desaparecerá mi peor miedo: contagiar a mi madre. Me encantaría que ella reciba las dosis que me corresponden... Me sentiría bien pagado.
En casa todo cambió completamente.
Soy hijo único y vivo solo con mi madre, quien ha tenido dos infartos, es operada del corazón, tiene un bypass, solo tiene un riñón y ha sido fumadora toda su vida. Si se contagia, no la cuenta. Está cumpliendo su cuarentena estricta, pero vive conmigo. Yo soy subdirector de un policlínico. Allí, prevenimos enfermedades o ayudamos a que no se compliquen. Hoy, como todos, atendemos pacientes con Covid-19, muchos de ellos graves, con molestias respiratorias y a la espera de un hospital que los reciba.
Ahora mismo estoy en casa, pero con mascarilla y las ventanas abiertas. Llegué y me quité la ropa en la puerta. Mi mamá se metió a su cuarto. No nos saludamos, no comemos juntos y no hablamos. La última vez que nos abrazamos fue en Navidad, algo que no hacíamos desde el inicio de la pandemia. Conversamos por videollamada cuando estoy en el trabajo. No vemos familiares ni amigos, esa es la parte que más padece ella. Yo lo tengo claro: no quiero ser el responsable de la muerte de mi madre.
Todo esto se traduce en seguir mi protocolo al pie de la letra y en modo automático para no dejar que las emociones salgan a flote. Siempre veo qué agarro y me hago hisopados cada dos semanas. No sé si eso está bien o mal, pero ya es común para mí atender a un paciente con Covid-19 y automáticamente tener síntomas de la enfermedad. Claro, es psicológico, pero ese temor es realmente constante y desgastante.
Ni bien empezó la pandemia muchos médicos renunciaron, pensaron que esto era una cosa rápida y prefirieron mantenerse al margen porque eran vulnerables u otras razones. Otros migraron a hospitales grandes porque les pagan muchísimo más. Lo que nos quedamos tuvimos que tener más turnos y nuestro trabajo se multiplicó. Pero es ahí donde la vocación de servicio sale, no te puedes negar a una persona que está mal y requiere de tu ayuda. He recibido llamadas en la madrugada de gente desesperada, mensajes de amigos, conocidos y hasta gente que no conozco buscando orientación. Hay casos en los que podemos hacer algo, otros en los que solo queda acompañar.
Hoy, el peor problema es que muchos pacientes llegan por oxígeno, los contenemos hasta que encuentren de dónde sacar más, pero muchas veces no hay. Los hospitales están saturados y trasladarlos es imposible literalmente. Hacemos un seguimiento, los llamamos diariamente, pero muchos no aguantan y en el proceso (y en la espera) fallecen. Si consiguen un lugar en el hospital, esa persona se interna sola. Yo realmente no me imagino tener un ser querido adentro y no saber todo el tiempo cómo evoluciona o si necesita algo. Tampoco me imagino ser el paciente, sentir esa falta de aire y estar solo.
Hasta ahora no me ha tocado perder médicos amigos, pero sí un par de compañeros y muchísimos maestros. Varios me enseñaron lo que ahora sé, brillaban por su experiencia, eran grandes tipos por los que guardaba un gran cariño. Hubo un día en el cual fallecieron cuatro doctores. Fue muy triste porque nosotros no estamos hechos para esto. Estamos para salvar vidas, no para irnos muriendo.
Hay días en los que realmente me preguntó si todo esto vale la pena, sin embargo, luego pienso en mi madre y en lo primero que haré cuando esto por fin acabe: volver a abrazarla.